
Estos días oigo repetidamente eso de «ya se ha pasado el verano«. Esto me ha hecho reflexionar, sobre qué hace especial un verano. Por qué esta estación es amada por tantos. Sí, muchos lo vinculan a las vacaciones y a tiempo libre. Pero otros no, y seguimos asociándolo a una época con ese nosequé que nos hace sonreir. Tras meditarlo, he llegado a la misma conclusión a la que llego últimamente. Son las pequeñas cosas.
Cada verano se compone de pequeños rituales. Costumbres que repetimos año tras año y que, sin darnos cuenta, marcan el verdadero ritmo de la estación. En este post, te cuento alguno de mis rituales que creo que van tiñendo de especial esta época de mar y pies descalzos.
El verano nocturno es como una perfección del pensamiento.
Wallace Stevens
El pan con higos y queso
El verano no empieza el 21 de junio. Ni siquiera el día en que guardamos definitivamente el edredón. Empieza con un gesto pequeño, casi invisible, pero que nos dice: ya está aquí.
Puede ser la primera rebanada de pan con queso y higos maduros, sentada en la terraza, con las manos brillando de oro líquido y migas en las rodillas. O ese instante en el que, al abrir la ventana por la mañana, el aire huele distinto: a sal, a fruta madura.
El olor es tan dulce que parece que se pueda morder. Las bolsas pesan y, mientras camino de vuelta a casa, sé que una parte del verano cabe ahí, en esa fruta que se come rápido, que gotea, que deja las manos pegajosas y felices.
Los baños en el mar
Hay quien entra despacio, dejando que el agua le vaya conquistando el cuerpo poco a poco. Otros se lanzan sin pensarlo, como si fuera la única oportunidad de sus vidas. Sea como sea, esos baños del verano tienen algo especial, como saltar desde las rocas: la mezcla de miedo y euforia, el estremecimiento que te recuerda que estás viva.
Con cangrejeras o con callos en los pies. Ese buscar tu lugar en la arena tibia o en las rocas con restos de sal. No concibo verano sin mar, lo siento por los de secano. Tenemos una suerte que no nos cabe en ninguna cesta de yute (y mira que las hay grandes).
Las fiestas de pueblo
No hay verano sin música de verbena ni banderines colgados en la plaza. Las fiestas de pueblo son ese lugar donde todo el mundo se encuentra: los que viven allí todo el año, los que vuelven solo en agosto, los que están de paso. Da igual la edad, la ropa o la procedencia: una orquesta en directo tiene el poder de igualarnos a todos.
Me gusta pensar que el verano también es esto: bailar sin importar el paso, reencontrar caras conocidas, probar un vaso de pomada bien frío y sentir que, aunque sea solo por unas horas, el mundo se reduce a una plaza llena de risas y canciones.
Los «yo pongo» en la playa
El verano cabe en una bolsa de tela con tortilla de patatas, ensalada de pasta y en esas frases sencillas: “yo pongo las cervezas”, “yo traigo algo de fruta”, “yo llevo pan y algo de embutido”.
Sentarse sobre toallas desparejadas, repartir tajadas de sandía y brindar con vasos de papel medio llenos. No es el menú lo que importa, sino el gesto de sumar. Porque, al final, los pequeños rituales que hacen grande el verano siempre terminan siendo compartidos.
La lluvia de agosto: lo mejor del verano ha terminado y el nuevo otoño aún no ha nacido, el extraño tiempo de la mudanza.
Sylvia Plath, Diarios completos
Por último, cada agosto, la promesa de ver una estrella fugaz me lleva a buscar un rincón oscuro lejos de las luces. A veces no aparece ninguna, pero me quedo igual, porque ese rato tumbada bajo el cielo de verano ya es suficiente. Sea o no verdad que ya se va terminando el verano, estos últimos días de agosto, valóralos cómo se merecen.
¡Nos leemos!
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